Amor al amor a la sabiduría
El amor a la sabiduría es mucho más antiguo que la filosofía. Su origen remoto se hunde en la noche de los tiempos cuando el ser humano se hizo hombre, y su barro se tornó en espíritu. Entonces, esa conciencia que nació curiosa e inteligente se preguntó por todo y buscó aquello a lo que desde el principio estuvo llamado: el saber.
El hombre primitivo también amó el saber. Prueba de ello son sus registros rupestres de naturaleza simbólica en los que muestra haber ritualizado comprensivamente la vida y la muerte. Los fenómenos sagrados de cacería, sexualidad y trabajo, la solidaridad mística entre el cazador y la presa, y el sacrificio mismo, el rito, el mito, la magia y el culto manifiestan un amor profundo por la vida. Y, ¿qué es lo que quiere conocer el hombre sino la vida?
Platón consideró que la inclinación hacia el saber es ya el camino hacia la sabiduría. El ignorante, que reposa inconsciente en su ignorancia, no desea saber porque nada lo impulsa hacia ello; tampoco el que está en posesión absoluta de la sabiduría quiere aquello que ya posee. En cambio el hombre, como dice Aristóteles, deseoso de saber por naturaleza, filósofo nato, se inclina siempre y en todo momento hacia la sabiduría, a pesar de su perplejidad y de su continua ignorancia "porque nadie es sabio, fuera de Dios, sino amante de la sabiduría" (Diógenes Laercio). Pero, ¿por qué tendemos hacia la luz más alta, por qué amamos la sabiduría?, y, ¿cuál es nuestra guía?
De acuerdo con el pensamiento griego, amar es confesar una carencia. Amamos aquello que no tenemos y a lo que queremos unirnos, queremos fusionarnos con la materia desconocida de nosotros mismos y aprehender el misterio del mundo… pero sobre todo amamos el bien supremo. Pitágoras llamó, con modestia, a esa tendencia al saber como amor a la sabiduría. Es la etimología de la palabra filo-sofía (philía: amor, amistad; sophía: sabiduría, verdad). El filósofo es el que pretende, con empeño, conseguir la verdad; es el que se ha abocado, en la contemplación, a la investigación de sí mismo y del mundo.
Los primeros filósofos griegos emprendieron el camino del amor al saber encarnando en sus vidas esa búsqueda. Tales de Mileto, el llamado primer filósofo, representó un ideal de vida como maestro de sí mismo, político, matemático e investigador. Pero también, y desde mucho antes, los amantes de los mitos fueron amantes del saber. "También el amante del mito es, en cierto modo, un filósofo, ya que el mito se compone de maravillas" dice Aristóteles. El primer origen del filosofar resulta ser, pues, la maravilla, la admiración o el asombro ante lo maravilloso del mundo, y este origen surge con el hombre mismo, lo que nos hace pensar que nacimos amando, vivimos amando y completamos nuestra vida amando la maravilla que somos. Y todo Eros, dice Platón en el Banquete, es amor a la sabiduría. ¿Entonces, no somos los amantes incansables de la sabiduría? Y, ¿no somos guiados por ella siempre y en todo momento? ¿No traza ella nuestro camino?
Cuando una flor abre el capullo de su corazón y expone sus mieles al colibrí que liba en su copa, despliega un espectáculo de belleza. Esta belleza es la que encuentra el hombre cuando busca saber, reconociendo en la apertura de lo dado su esencia profunda, lo que es su alma. Es lo que traza el ineludible camino del conocimiento de sí mismo, donde se conoce el mundo. Sin embargo, esta belleza de la copa del alma desborda la capacidad del que la contempla. Resta siempre, tras la elevación y el éxtasis, el misterio inefable. “Conécete a ti mismo y conocerás el universo” reza la antigua sentencia del oráculo de Delfos. Mas el conocimiento de sí mismo es infinito. Entonces, viajeros incansables, nunca alcanzamos a conocernos por completo. “Nunca hallarás los límites de tu alma, tan profundo es su logos” nos enseña Heráclito. Los hombres vivimos la feliz condena de siempre conocer incompletamente. Condena porque nunca satisfacemos nuestras preguntas, destino trágico de la conciencia. Feliz porque nos mantenemos en su búsqueda, creciendo siempre.
Entonces vivimos el suplicio de la eterna pregunta. Interrogantes a pie, paradojas ambulantes, marchamos hacia una infinitud que nos espera con brazos abiertos. Nuestro impulso incansable lo encontramos en el alma que no para de moverse. La flecha de nuestro anhelo la traza nuestro destino de eterna búsqueda. Y como la historia del príncipe buscador que se enamoró de la princesa Perfección, hija del rey severo, y que sólo se casó con ella cuando venció lo que se interponía entre ambos: el miedo, la filosofía, vencedora perpetua, solo alcanza el fin sin barreras caminando en la exigencia, y levantándose feliz como un Atlas descansado después de soportar el mayor de los pesos.
La filosofía y la vida, que son lo mismo, son a la vez ese peso y esa pluma. Enfrentando esa tragedia, venciendo el miedo, exigen valientes, como el amor, pues son lo más exigente. Por la dificultad que enseña y hace crecer caminan los iniciados en la sabiduría. Guerreros del espíritu mantienen su equilibrio pendiendo sobre el abismo caminando sobre el filo agudo del cuchillo. Así nos quiere la vida, vendedores de nosotros mismos, amando el amor más difícil, queriendo alcanzar lo más elevado, pues el amor no tiene otro deseo que realizarse por completo y es el que ama lo más alto y se eleva quien lo realiza.
…Al final, tras la dificultad, con la punta dorada del anhelo en el norte de la Belleza, al amor le nacen alas. Entonces el alma abandona su mortalidad y vuela, amando, al cielo de la sabiduría donde se funde con ella.
Por: Juan Fernando Rivera M.