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El alma
¿Ah, quién sacará de esta celda a un alma, esclava en tanta forma, con cerrojos de huesos, de pie entre grillos, las manos esposadas, enceguecida, con un ojo u sorda, y este tamborear de los oídos, un alma colgando, se diría, de cadenas de nervios, de arterias y de venas, en toda parte torturada, con cabeza vana y doble corazón?
El cuerpo
¿Ah, quién me librará sano y salvo de las ataduras de esta alma tiránica que, tensa hacia lo alto, me empala para que caiga en propio precipicio, que calienta y mueve este esqueleto superfluo —lo mismo que la fiebre— y ansiosa por ensayar su rencor me ha hecho vivir para poder morir, un cuerpo siempre sin descanso desde que lo posee este malvado espíritu?
El alma
¿Qué magia así encerrarme pudo para suspirar con la pena del otro, donde cualquiera sea su queja, lo percibo, no puedo sentir su dolor, y donde todos mis cuidados se van en conservar aquello que me mata, obligada a sufrir no solamente males sino, lo que es peor, su cura, pues a punto de llegar a puerto en la salud soy naúfraga de nuevo?
El cuerpo
Mas no hay médico que entienda las enfermedades que me enseñas: primero de la esperanza rasgas el calambre, y luego el temblor de la parálisis del miedo; calientas la pestilencia del amor o roes la úlcera escondida del odio; confundes la grata locura de la alegría o inquietas la otra locura de la pena; conocimiento éste que me obliga a saber y a que nunca abandonen mi memoria. ¿Y qué, si no el alma, tendría el ingenio de formarme para tan aptos pecados? Así es como desbasta y cuadra el arquitecto los verdes árboles que crecen en los bosques.
Traducción de Nicolás Suescún
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